El grito de alarma esperan
19/03/2018 - 11/05/2018
Dicen que en tanto la vida pasa, los años se inscriben en la carne del árbol que envejece. Sus raíces maman el alimento del suelo, su tronco enreda el tiempo en anillos y sus ramas devuelven el fruto a la tierra. Sin árboles, no tendríamos más sombra, sin sombra no habría más agua y sin agua, no hay vida.
Del barro venimos y hacia el barro vamos. Desde tiempos ancestrales, mitologías y religiones diversas han explicado la creación del hombre a través del modelado de la arcilla. Un material tan frágil, dócil y maleable como la naturaleza humana, que desde épocas remotas ha hecho de esta pasta blanda material de construcción, contenedor de alimento y objeto ritual. Culturas originarias del sur americano enterraron a sus líderes junto a piezas de cerámica con rostro felino. Sus guerreros veneraban especialmente al jaguar, por la autoridad y el poder que infundía como superpredador del continente que era. En el bosque admiraban al ciervo por la cornamenta que ascendía desde su cabeza directo al cielo y desde abajo, reverenciaban al cóndor que, alimentándose de los muertos, elevaba sus almas al cielo y volaba inmortal.
En los últimos años, se ha visto un resurgir de la cerámica como soporte contemporáneo, sobre todo como una herramienta de resistencia frente al dominio actual de las imágenes virtuales e inmateriales. Al trabajar con el barro, la manipulación de los elementos –tierra, agua y fuego– supone volver a abrazar la posibilidad del error, lo irregular y lo inestable, tan propios del factor orgánico. Las manos que lo amasan y modelan, transmiten directamente su peso y su temperatura corporal a la pieza y en ese resultado, el anhelo por regresar a las formas imperfectas y recuperar la huella de vida perdida en nuestro mundo, queda impreso.
En una Argentina fumigada, talada y con especies animales y culturas milenarias extintas, recurrir a la cerámica es una decisión conceptual de armas tomar. Para Desirée de Ridder es también un proceso de sanación y un reencuentro con el campo que la vio crecer y la tierra donde echó raíces. A sus años dedicados a la pintura, el barro los volvió tridimensionales y por encima, los cargó de capas y sobrecapas de esmalte. En sus animales de paletas vibrantes, la ilusión se mezcla con la amenaza para exponer las problemáticas más inmediatas a nuestro tiempo: la devastación de la ecología global y las migraciones involuntarias.
Las vasijas, matrices contenedoras de vida, rodean el cuerpo de una fémina mutilada. Están todas despellejadas de color y el vacío de su vientre duele. Han engordado la tierra con la sangre indígena, diría Atahualpa. La herida sigue abierta, pero de ella ahora brota una leve esperanza de vida. Porque por más fuerte que sea el destierro, su tierra en ellos está todavía. Hombre blanco, Huinca, el verdadero rey de las bestias es el que vive a costa de la muerte de otros, arrastra cementerios al andar y deja que las guerras escriban su historia. Quizás algún día él sufra la extinción de otras vidas, como lloraría por la propia. Entretanto, en nombre de todas las víctimas del rubio depredador, el animal armado pide revancha y anhela venganza. Para devolverle a la tierra su voz, tan solo el grito de alarma esperan.
Elena Tavelli