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Germaine Derbecq. En dos tiempos.

02/11/2023-23/02/2024

La serie de obras que hoy podemos encontrar en la planta baja de la Galería Calvaresi se encuentra articulada por un espacio en blanco, un hiato temporal que establece necesariamente dos tiempos. No es extraño que esto ocurra, muchas veces la historia del arte se encuentra marcada por ciertos silencios, se trata de resquicios que alumbran lo que se puede ver con otra entonación. A veces, es el vacío lo que anima el movimiento de lo visible. Las pinturas seleccionadas atraviesan dos momentos, desde principios de la década del 30 hasta los años 50. Luego la serie de múltiples del año 70. Entre un momento y otro se desenvuelven veinte años. Si relacionamos estos dos momentos con la serie de acontecimientos que jalonan la biografía de Derbecq esta elipsis se vuelve aún más significativa.

 

Las pinturas La merienda (1930) y El poeta (1930) corresponden al primer momento de madurez creativa de la artista y curadora nacida en París. Una época marcada por la cercanía con su maestro André Lhote, sus amigos Le Corbusier, Juan Gris, Maurice Raynal y el matrimonio con Pablo Curatella Manes. Es el período en el que Derbecq metaboliza las implicancias del primer modernismo de su Francia natal. En estas dos pinturas las manchas de color y la luz se desmarcan de las líneas. Su grafía oscila entre lo curvo y el quiebre del ángulo sin llegar a una geometría evidente. En ambas escenas prevalece un clima de cierta ensoñación marcada por cortes lumínicos que van más allá de cualquier apunte naturalista. En esta atmósfera las figuras parecen estar al borde de una disolución.

 

Este primer gran recorte temporal marcado por su vida en Europa adquiere otro tono en el epílogo de esta etapa. Dos payasos (1946), Gille, el payaso (1948), Cristo en la cruz (1949) y, finalmente, French Can Can (1951) son pinturas animadas por el ocaso de ese mundo. En estos años la vida de Derbecq se ve amenazada por la expansión del nazismo en Europa. Comienza a verse aislada de sus amistades, los alemanes saquean su casa, pasa hambre, los pinceles y los colores escasean. En 1949 abandona París y comienza su periplo por Dinamarca, Noruega y Grecia hasta radicarse en la Argentina en 1951. Una primera mirada podría señalar que el dramatismo de este fin de ciclo no se refleja en su paleta de colores saturados, en la impronta geométrica de los ángulos que construyen sus planos. Dos universos pueblan el repertorio de sus motivos. El ámbito de los espectáculos populares y el circo, tan presente en otrxs modernistas como Juan Gris, y otro menos común para el movimiento, un Cristo. Desmenuzando los escritos de Derbecq es posible imaginar cómo estos motivos y los instrumentos plásticos que ponía en juego eran un particular vehículo de trascendencia frente a un entorno en dramática disolución. Siguiendo su ethos modernista, encuentra en las artes escénicas populares un nuevo espacio de comprensión del mundo. Allí la figura del pierrot, el payaso triste procedente originalmente de la Commedia dell’ Arte, es un motivo de la crisis en la constitución del yo y el mundo. Su pathos es el de la soledad, el aislamiento y la tristeza. Tópicos que se vuelven a encontrar en la iconografía de la crucifixión. La estridencia de los colores en este caso es un camino de conexión con un plano de trascendencia, una ascesis, que por medio de estímulos sensoriales permite el tránsito a otro plano. En este caso, imagino la ficción del espectáculo como entrada a otro mundo, tanto como la religiosidad, ese lugar al que se orienta el ejercicio de su pintura. Las diagonales ascendentes, que Derbecq en sus escritos posteriores caracterizaría como un medio de ascensión en las trayectorias de otrxs artistas, apoyan esta lectura.

 

1970, uno de sus últimos años de vida que concluiría en 1973. En ese momento había retomado la pintura desarrollando febrilmente su serie de múltiples desde 1968. Este proyecto que puede inscribirse desde un desarrollo geométrico-concreto, en términos generales, precisa de cierta contextualización. Lo que animaba a la artista era el crecimiento de otras plataformas de circulación de las imágenes. Los múltiples partían de un repertorio de modelos que luego eran combinados con distintas paletas de color dando como resultado un sinnúmero de pinturas posibles. El objetivo era producir obras que tuvieran un costo menor y así pudiesen ser accesibles para aficionadxs pertenecientes a capas medias y populares. De algún modo, Derbecq volvía a pensar en el desarrollo de un arte popular. Este interés encuentra claros antecedentes si volvemos a recorrer aquel período de veinte años entre las décadas del 50 y 70. En aquellos años Derbecq se desempeña como curadora, crítica, editora, en definitiva, una gran impulsora de la escena artística nacional. Desde espacios como la galería Lirolay, el periódico francés Le quotidien o la revista Artinf, impulsó a perfiles claves en el desarrollo de la neovanguardia como Greco, Minujín, Heredia, Puzzovio, Wells, Cancela y Mesejean, por sólo mencionar algunos pocos ejemplos. En todas sus elecciones demostró una gran agudeza y sensibilidad confiando en trayectorias incipientes. Su pluma siempre fue inteligente e incisiva. También es preciso señalar como esta mirada le permitió desafiar los cánones patriarcales de nuestro ámbito. Pero, sobre todo, desde su rol como curadora y crítica en estos años se ocupó de construir un campo de recepción a las indagaciones del arte contemporáneo otorgando herramientas para la mirada independiente del público.

 

Hoy al ver sus múltiples pienso en todos aquellos silencios que aún marcan los itinerarios de figuras como Germaine Derbecq en nuestra historia del arte. También imagino como en aquellos últimos años de su vida pudo volver a evocar y reunir escenarios, épocas e intereses tan diversos como los que marcaron su derrotero. Al mirar sus múltiples detenidamente parece evidente que esas diagonales ascendentes y la saturación de los colores seguían ligados a ese ejercicio de acceso a otros planos de la conciencia que suponía para ella la pintura. También puedo, de algún modo, percibir la confianza que ella tenía en que esa preparación del pintar podía inducir en quien contempla un movimiento similar de su afecto e intelecto. Un mismo movimiento, en dos tiempos.

Federica Baeza.

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